viernes, junio 01, 2007

Tenaún


El paraíso perdido, el paraíso encontrado. Mi lugar favorito de vacaciones. Mi tierra natal de adopción. El lugar donde me gustaría vivir el resto de mi vida, si hay internerd, claro. Después de tres veranos, puedo afirmarlo con certeza: es el paraíso.

viernes, abril 20, 2007

Mardoqueo y la que lo parió

A veces, leer en la movilización colectiva es una tarea mucho más ardua de lo que parece a primera vista. He aquí un caso ejemplar.

Mardoqueo y la que lo parió

12:10. Nube de miembros del sindicato de esperadores de micro apostados en la esquina de Los Leones con El Aguilucho. Se incorpora a la informal fila un tipo cualquiera, a quien llamaremos, en adelante, EL (el lector).

12:12. Milagrosamente arriba desocupado un taxi colectivo con destino al Metro Providencia.
EL lo aborda de inmediato, en el asiento trasero, y se instala mientras otros pasajeros suben al vehículo. A su lado se instala la Señora Tercera Edad (STE) y más allá una Señorita Joven (SJ). En el asiento delantero se instala Matrona Robusta (MR). El Chofer es CH.

STE - ¿Hasta dónde llega, caballero?
CH - A Lyon con Providencia.
STE - Ah, llega a Lyon con Providencia.
CH - Sí, señora, a Lyon con Providencia.
MR - Pero llega más allá, ¿no?
CH - Sí, señora, me doy la vuelta en Guardia Vieja.
STE - O sea, ¿no llega a Lyon con Providencia?
CH - Sí, señora, llego a Lyon con Providencia.

(EL ha sacado de su maletín un grueso libraco e intenta seguir las líneas. Confía aún en que el insulso diálogo acabará pronto).

SJ - Señor, yo me bajo en Bilbao y no me ha dado el vuelto.
CH - Señorita, ya le pasé el vuelto.
SJ - Sí, pero se cayó la moneda de a quinientos.
STE - Espérese, que sentí algo golpeándome la pierna...

(EL se ve interrumpido por apretones y contorsiones)

SJ - Ya la encontré, gracias.
STE - De nada.

(SJ se baja y sube Varón Tercera Edad, VTE. EL confía en que ahora sí podrá aprovechar el tiempo muerto para leer)

STE - A mí me deja en Mardoqueo Fernández.
CH - No paso por Mardoqueo Fernández, pero la dejo cerquita.
STE - Pero cómo, ¿no llega a Lyon con Providencia?
CH - Sí, señora, llego a Lyon con Providencia.
STE - Entonces tiene que pasar por Mardoqueo Fernández.
CH - No, señora, no paso por Mardoqueo Fernández, pero la dejo cerquita.
MR - ¡Pero llega más allá!
CH - Sí, señora.
STE - Entonce me mintió, pues, usted no llega a Lyon con Providencia.
CH - Sí, señora, llego a Lyon con Providencia.
STE - ¿Y por qué entonces me dice que no pasa por Mardoqueo Fernández?
CH - Porque no paso por Mardoqueo Fernández, pero la dejo cerquita.

EL, con el libro abierto, mirada desencajada y voz que quiere sonar comprensiva - Señora, da la vuelta antes, por Coronel.

STE - O sea que no va por Providencia.
CH - Llego a Lyon con Providencia.
STE - Pero no se va por Providencia.
CH - No, señora, llego a Lyon con Providencia.
MR - ¡Pero llega más allá!
CH - Sí, señora, me doy la vuelta en Guardia Vieja.
STE - Bueno, yo me quedé en el taxi porque me dijo que iba a Lyon con Providencia.
CH - Señora, voy a Lyon con Providencia.
STE - Pero no por Providencia.
CH - No, señora, pero llego a Lyon con Providencia.
STE - Pero no por Providencia.
CH - No, señora.
STE - Entonces me engañó.
CH - No, señora.
STE - Sí, porque no pasa por Mardoqueo Fernández.
CH - No, señora, pero la dejo cerquita.
STE - Es el colmo.
VTE - A mí no me diga nada, yo me subí sin preguntar hasta donde llega el colectivo.
MR - Dobla en Guardia Vieja.
CH - Pero llego a Lyon con Providencia.
STE - Bueno, déjeme lo más cerca que pueda de Mardoqueo Fernández.

El colectivo dobla en Coronel y se detiene.

CH - Señora, aquí está cerquita de Mardoqueo Fernández, es la que sigue.
STE - ¿Y cuál calle viene más allá?
CH - Suecia, señora.
STE - Ah, prefiero Suecia.
CH - Muy bien, señora.

EL guarda su libro. No avanzó ni una sola página. Se baja también en Suecia y camina hacia el Metro. Ya sabe que ahí sí que no podrá leer.

domingo, enero 07, 2007

Volantines y peces

A fines de los noventa hubo una exposición de volantines en el Centro de Extensión de la PUC. La mayor parte chinos, algunos de Rauschenberg y de otros artistas plásticos. Volantines enormes, preciosos, coloridos, un espectáculo magnífico, esculturas flotantes que se mecían suavemente sobre las cabezas de los visitantes, una belleza de apariencia frágil y a la vez llena de fuerza, sujeta con cuerdas, pero capaz de dar la vuelta al mundo. Al fondo había un teatro chino de marionetas, tan bien trabajado y tan expresivo que daban ganas de quedarse pegado todo el día.

La exposición duró muy pocos días. La fila para entrar era larga, pero más por la urgencia de ver algo irrepetible que por número de personas: una vez dentro, no se renovó demasiado el público. Entre ellos había muchísimas caras conocidas. Uno me dijo que parecía un cumpleaños ampliado. Otro comentó con sorna, al quinto encuentro con amigos, que allí estaba el futuro de la cultura chilena. Habría que especificar que se refería a la Halta Kurtura. La frase me quedó resonando y sigue siendo elocuente para mí. Del bajo porcentaje de chilenos que lee diarios, hay un número menor aún que se fija en anuncios como los de esa exposición y aún más escasos son quienes deciden levantarse temprano, amononar a los niños y partir al centro a ver volantines. Nada de raro entonces que uno se encontrara con amigos, los mismos que llevaban a sus hijos al jardín infantil Azulillo y que se encontraban en las reuniones de padres y apoderados de La Girouette, La Alianza Francesa, el Manuel de Salas o el católico Notre Dame. Todos progres, todos culturosos, todos con el empeño de abrirle mundo a sus hijos.

Ayer sábado 6 de enero hubo muchos eventos en la ciudad. El Festival de Rock en el Estadio Nacional, que se robó casi toda la cobertura de espectáculos del domingo. El primer día de La fiesta de los abrazos en el Parque O`Higgins. Y el inicio del festival Santiago a Mil, con un espectáculo callejero llamado Peces, de la compañía catalana Sarruga. Y eran peces: de distintas formas o tamaños, en cardúmenes o solos, más una música que invitaba a dislocarse las caderas, una buzo suspendida en el aire que simulaba nadar, luces, bromas. Si los volantines invitaban a la contemplación, a
perderse en el horizonte infinito imaginando a esos raros pájaros flotando en libertad, estos peces convocaban a la fiesta, a la comunión, al sentido de lo colectivo, y así desataban la sonrisa, la complicidad, la alegría.


Había mucha gente. Mucha. Y, dado el carácter de la mayoría de los asistentes -todo esto ocurrió entre la Plaza Perú y Apoquindo con El Golf-, hubo hasta pifias y zapateos porque el inicio se demoraba. Esa prepotencia del cuico que lo lleva a exigir todo incluso en espectáculos gratuitos. Pero, una vez que comenzó, se produjo eso tan difícil de lograr, la comunión con el público: un pez tiraba agua, y todos reíamos a carcajadas, mojados o no mojados. El tiburón mastodóntico agachaba la cabeza y todos gritábamos fingiendo terror. El placer del juego. Lo maravilloso de poder sentirse cómplice. Una fiesta callejera en buena, cosa rara en Shile, que se repetirá en Cerro Navia, Maipú, San Joaquín y Antofagasta.

Caminando entre los peces, mirando la cara alegre de los asistentes, me acordé de los volantines. Del cauteloso murmullo que se escuchaba. Del comentario cómplice, pero en voz baja, ante algún volantín especialmente bien logrado. En la Plaza Perú también encontré caras conocidas, pero en una proporción muchísimo menor. Y es que es distinto que el espectáculo vaya a la gente a que la gente vaya al espectáculo. Me alegro muchísimo de que luego vayan a la periferia santiaguina y a la remota provincia. Estoy seguro de que los espectadores serán más numerosos, tendrán más paciencia y serán más entusiastas.

viernes, noviembre 24, 2006

Cumpleaños con guitarra


Eran los días/de un lindo arcoiris, cantaba Nicola di Bari. Sonaba en las radios. Uno se ponía casi melancólico recordando un pasado tan breve y tan marcado por la sensación opuesta, que la olla al final del arcoiris era la caja de Pandora desde donde emergían los cieguitos, esos personajes de anteojos oscuros y amplios autos que inmortalizaron en vena irónica Los Twist, con su carga de interrogatorios, cárceles secretas, torturas, desapariciones y muerte. Y ahora que lo escribo, capaz que haya existido una remota conexión del tema con el Informe sobre ciegos de Sábato, lo más memorable que escribió y que pesa, oscuro, en la cabeza de quienes alguna vez lo leyeron.

Igual había enfemérides. Esas tan personales, la vuelta de hoja del calendario, la cifra personal de la torta, los abrazos y los regalos. El protocolo no era rígido, bastaba con conocer a la cumpleañera o al cumpleañero -o, si se quiere, a la compañera o al compañero-, pero la cosa no era tan simple, porque del protocolo dependía la integridad física de los asistentes. No es el momento para detallar las etapas: basta saber que la confianza es un bien escaso, en general, y cuanto más aún si de ella dependes tú y todos los otros. Así, éramos caras conocidas. Más de tres personas, por lo bajo, garantizaban tu pertenencia, en un proceso dolorosamente implícito que significó también injusticias y marginaciones debidas a rumores perversos.

Una vez reunido el colectivo con caras conocidas o garantizadas, cantábamos, animados por el vino con naranjas o el vino a secas; no había en ese entonces muchas otras alternativas. Alguien tomaba la guitarra. Solíamos partir por las zambas argentinas del repertorio de Los Chalchaleros -la Zamba de la esperanza, el Sapo cancionero- para probar las gargantas y el poder convocador de la guitarra (buscando en la web di con este video de Los Chalchas cantando Luna tucumana con Fito Páez). Luego, canciones aparentemente inocuas, como Volver a los 17 y Gracias a la vida, de la Violeta (gracias, Marisol García) o El niño Luchín y Te recuerdo, Amanda, de Víctor jara. Mataba quien supiera entonar la zamba Valderrama. Después, en fin, nos tomaba el entusiasmo, la camaradería, la sensación de formar parte de una mayoría que se escondía en la minoría minúscula de quienes estábamos ahí, cantando como la cigarra en una eterna mañana soleada como si el tiempo no hubiera pasado, como si el presente pudiera borrarse con un vigoroso Venceremos o un enérgico El pueblo unido jamás será vencido, afirmaciones negadas por la porfiada realidad. Ese era el momento del llamado a la calma. Calma, calma. Volvamos al susurro. O gritemos a Los Chalchaleros. Y si nos exigen mucho, a Los Quincheros. Comportémonos. Comamos torta. Tomemos nescafé.

Pero el entusiasmo, o esa esquiva cifra de la identidad que asomaba entonces con toda su potencia, era más fuerte, y caíamos rápidamente en las canciones más combativas del pasado. Me gusta reconocerlo: perdíamos la cabeza y la prudencia, nos salíamos de la fila y nos desgañitábamos cantando No nos moverán.

Ahora, a la distancia, no quiero preguntarme dónde está esa épica.

martes, octubre 31, 2006

El centro

Tras dos años de reclusión laboral en el pulcro barrio El Golf, volví a trabajar en el centro. Ya lo sé: es feo, el barrio cívico es de una grisura que sobrecoge, los paseos peatonales están convertidos en el Cuneta Mall, hay esmog, hay ruido, hay riesgo cierto de aspirar unas cuantas bocanadas de gas lacrimógeno en el momento menos pensado. ¡Pero me encanta! Ofrezco un par de razones.

En Moneda, casi al llegar a Bandera por la vereda norte, se instala una señora de moño blanco que antes vendía cigarrillos importados, además de anteojos, bolsos y distintas chucherías. Le compraba puchos regularmente. La ayudaba su hija, la Irma, que, cuando se acababa alguna marca, partía a buscar más a una caleta que tenían en la Iglesia de las Agustinas, a menos de una cuadra. Y ocurrió que yo estaba pensando en comprar un perro y, cuando fui a por cigarrillos, mi casera estaba con un tipo joven que vendía un siberiano precioso en 10 lucas. El Rayo duró una escasa semana en mi casa, que tenía el portón malo. Para aliviar la pena de mis niños, partí donde mi casera. Ahí me enteré de que quien me había vendido el siberiano era su sobrino y que su mamá vendía chucherías en la otra punta de la cuadra. La Irma me acompañó a hablar con ella y en el camino supe que todos los vendedores de la cuadra eran parientes o al menos vecinos. Me pareció notable: se cuidaban las cosas, avisaban de la presencia de carabineros (tolerantes con ellos, menos en el tema de los puchos), se pasaban datos. Probablemente viajaban juntos en la misma micro a la misma cuadra y se instalaban como si se tratara de una reunión familiar en su barrio. Así llegó a mi casa el Panchito, un chow chow de pelo color crema cuya tormentosa historia puede que cuente algún día.

En la mitad de esa cuadra, en la vereda sur, está el Tabac, café en la primera mitad y restaurante en el fondo. Ese fondo es recargadamente kitsh. Pantallas naranjas, manteles al tono, durísimas servilletas de género que se elevan en dos puntas desde las copas, señoritas rigurosamente vestidas de negro que atienden las mesas. El conjunto tiene ese algo indefinible que convierte a determinados lugares en monumentos a la siutiquería. El Tabac tenía mala fama. Cuando llegué a esa vecindad en 1991, se decía que había sido un lugar de reunión social de los agentes de la Dina y la CNI. El café era atendido por unas señoritas gorditas con minifaldas muy mal avenidas con su contextura, lo que acentuaba la mala espina. Pero pocos años después la sensibilidad cambió. Las señoritas del café enflaquecieron y dejaron las minifaldas. El lugar ganó honorabilidad y estrenó unos menús atractivos para el día viernes de las distintas burocracias que coexisten en el centro. Hoy no es pecado ni venial ir a tomar café o a almorzar en el Tabac. En el café de la pausa de media mañana conocí a la Jocelyn, una chica que se farreó la enseñanza media y que después, a puro ñeque, llegó a ser profesora de inglés. Ahora va a tener su primer hijo y voy a ir a verla a Colina con mis niños.

Esas historias -mínimas, triviales si se quiere- no se dan en barrios pulcros, antisépticos, proclives a la ensalada y el champiñón crudo, como El Golf. Por eso me gusta el centro, porque tiene vida, tiene gente, tiene historia.

lunes, octubre 23, 2006

Ahora en Shile se folla

Ocurrió que de repente, en el lenguaje escrito de narradores jóvenes, asomó el término follar. Mi primera reacción fue pensar que se trataba de una apuesta por la posible proyección internacional de los relatos, por muy improbable que fuera. El mismo proceso que lleva a decirle culo al tan criollo poto. Pero el fenómeno comenzó a repetirse en otros contextos -siempre escritos-, donde aquella tesis resultaba delirante. Acudí a una de mis informantes en materias léxicas, mi asistente de producción hogareña (joven, estrato D o E, no sé bien dónde califica), quien me indicó que follar es un término no sólo aceptado, sino bienvenido en el lenguaje popular. Su explicación es que reemplaza felizmente a las otras palabras “tan feas” del castellano de Chile, en obvia referencia al rudo culear. Así que ahora las chilenas y chilenos follan, no culean ni hacen el amor, expresión de una siutiquería tan rotunda que está muy bien circunscribirla a la literatura rosa de Corín Tellado, Marcela Serrano y siga el lector enumerando.

Ya me había enterado de otro curioso desplazamiento. Antes -pero no mucho antes- tirar era follar o culear. Ahora, tirar es lo que -bastante antes- se denominaba atracar e incluso menos que eso: un beso en una fiesta y un par de abrazos circunscritos al torso ya es, ahora, tirar. También, vía la referida informante, me enteré de la gran difusión de la tipología del Rumpi, corregida por el uso. Así, tirar vendría a ser como grado 1.5; atracar, grado dos (que es lo que se usa, según ella); follar, grado tres, pero con el uso preferencial del primer término; y culear se encontraría, de este modo, con su sentido primigenio, es decir, el grado cuatro del Rumpi, que, para no caer en la mera descripción anatómica, describiré mediante una certera metáfora encontrada en escritores peruanos y chilenos (y también usada por el Rumpi): el camino de tierra.

Lo que me lleva a recordar el Libro de Manuel, de Julio Cortázar, donde la transgresión política iba de la mano de la transgresión sexual: el camino de tierra era el último paso para que el protagonista asumiera su ruptura con el orden establecido y se sumara a la contestación revolucionaria (la paciente, por decirlo de alguna manera, simplemente sufre las consecuencias, indicador inequívoco del machismo latinoamericano que el autor repudia y exhibe a la vez). La novela es claramente menor en el universo cortazariano: repite temas, motivos y estructuras, pero, desde el punto de vista del léxico, es fundamental. Mediante ella me enteré de otra gran curiosidad de lo shileno. Cito a Cortázar:

“Yo creo que la picha gallega y la pinga cubana están muy bien, o el pico chileno, que dicho sea de paso es un raro caso de masculinización porque todas las variantes argentinas o latinoamericanas son siempre femeninas, llamale pinchila o poronga o como quieras. Ahora fijate que si en algo tengo razón es que usar esas palabras, quiero decir besarte la concha y no la vagina, le entra a patadas a ese otro reverso, el del Vip digamos, porque también hay hormigas en el lenguaje, polaquita, no basta con bajarle la cresta a los Vip si vamos a seguir prisioneros del sistema, por ahí en novelas uruguayas, peruanas o bonaerenses muy revolucionarias de tema para afuera leés por ejemplo que una muchacha tenía una vulva velluda, como si esa palabra pudiera pronunciarse o hasta pensarse sin aceptar al mismo tiempo el sistema por el lado de adentro”

Lo que me lleva a recordar la magistral tesis de doctorado de Juana Puga sobre la atenuación en el habla chilena. Eso da para muchos posts.

martes, octubre 10, 2006

Espesor

Es la palabra de moda, casi siempre utilizada en forma negativa: a tal obra o género le “falta espesor”. Es decir, supongo, cuerpo, volumen, calibre, peso, aunque ningún sinónimo parece agotar lo que se ha dado en denominar con la palabreja, que viene a ser algo así como el mínimo existencial que le otorga verdadera entidad a una obra dada. Complicado el espesor. Espeso. Se levanta como muletilla y metáfora a la vez, de esas que todos parecen entender, tanto quien la escribe como quienes la leen, pero, en realidad, nadie sabe muy bien de qué se está hablando.

Sobre todo si uno opone el espesor a su antónimo, la fluidez. Si le falta espesor, le sobra fluidez; ¿pero no es esa una de las virtudes que se le exigen a una obra literaria o cinematográfica o musical, que fluya bien? A mí me quedaría muy claro el concepto si alguien dice que la novela de Perico de los Palothes “carece de un mínimo aceptable de fluidez”. Yo pensaría que se dice que la lectura avanza a trancas y barrancas, a bandazos, a tropiezos; que el relato no se arma, que el lector se ve obligado a volver la vista atrás a cada momento, que las páginas de ese libro se hacen interminables. ¿Pero qué podría pensar si se dice que “carece de un mínimo aceptable de espesor”? Francamente, no lo sé. En general, no simpatizo con lo espeso. Me cae gordo. Me gusta el consomé, pero no esas sopas donde la cuchara queda parada. La espesura selvática me parece atractiva, pero no sé si para internarme en ella, en el caso de que efectivamente hubiera una selva ahí afuera. Un tipo espeso es pesado, creo yo, alguien a quien resulta difícil sobrellevar en el diálogo cotidiano. El prototipo del autor espeso, para mí, es alguien que dice con muchas palabras lo que puede decir en pocas, pero tengo que reconocer que no es de ese espesor del que se habla, sino de algo así como complejidad, estructura, vaya uno a saber, en realidad; algo virtuoso, en todo caso, un espesor… ¿en significados? ¿En riqueza simbólica? Tan espeso es el tema que no se me ocurren más preguntas.

Y mientras no se sepa la respuesta, es, de todos modos, un cliché que suena bien, una frase denigratoria que sale gratis, un alfiler para clavar un bicho en la sección “falta de espesor” del insectario. No sé si ahí abundarán los bichos flacos, los de dos dimensiones, los fluidos gaseosos. Tal vez por ahí va la cosa: el espeso es el que tiene bien definidos sus contornos, el “que carece de espesor” es el que se desvanece en el aire. Había una profecía en ese sentido, ¿no?