En tiempos ya remotos anduve patiperreando por los campos de rulo de la Cordillera de la Costa a la altura de Cobquecura y Buchupureo, al norte de la desembocadura del Itata. Eran lugares insólitamente aislados; en verano podían subir, a duras penas, los pocos 4x4 que existían; los medios de movilización habituales eran el caballo y la yunta de bueyes. La gente era acogedora, pero con esa malicia que brilla en los ojos y se desliza en preguntas aparentemente inocentes. El patiperreo sale a colación a propósito de la fiesta campesina a que asistí: era en una especie de galpón, con los hombres a un lado y las mujeres al otro, animada por un tocadiscos roñoso desde donde brotaban, interminablemente, corridos mexicanos. Un huaso cruzaba de repente el salón, invitaba a una huasa y emprendían una suerte de baile-trote que los llevaba de un lado a otro del salón, cruzándose y esquivando a otras parejas. ¿De cuecas? ¡Nada!
Siempre me cargó el espíritu dieciochero, el patrioterismo y la oda a la shilenidad que aflora cuando se acercan las Fiestas Patrias. Sólo fui a las fondas cuando se convirtieron en centros de reunión y festejo de la disidencia. En Grecia con Lo Plaza, por ejemplo, se instalaba el Elefante Rosado, donde el mayor éxito de la noche era la salsa que nombraba los países latinoamericanos y, con Nicaragua, el coro de bailarines aullaba “¡sin Somoooo-za!”; con Chile, “¡que se vaya Pino-shé!”, y así sucesivamente. Salíamos a dar una vuelta por otros locales, mucho más vacíos que el nuestro, y, sorpresa, la cueca brillaba por su ausencia. Mucha bandera, uno que otro personaje disfrazado de huaso, mucho viva Chile, pero, cuando en algún lugar rasgueaban las guitarras y el arpa, la gente aprovechaba para comer y tomar, mientras un par de parejas hacía florituras en la casi desierta pista. Con “La pollera colorá” y otros éxitos cuambiancheros, en cambio, la pista se llenaba. Ya sé que no estoy descubriendo la pólvora. Supongo que más gente de la que uno cree coincide en que la cueca sobrevive sólo gracias a la respiración artificial que le brinda el edicto, decreto o ley que la consagró como baile nacional. Yo me siento completamente ajeno al zapateo caracoleado del huaso de botas y faja al cinto y de la huasa de vestido floreado y campanudo, tanto como de la pascuense -mucho más grata de mirar, en todo caso- que mueve las caderas al ritmo del sau-sau. Cuando más se habla de las identidades locales y de la diversidad, más ridículo suena el “¡vueeeeelta!”. Y si a eso le agregamos al huaso bailando corridos y a todo Chile coreando “muchachita, muchachita, ponete el velo, vamos pa misa”, no queda más que emprender la cruzada por la destitución de la cueca y la declaración de la cumbia como baile nacional.