domingo, septiembre 10, 2006

Chicha en cacho

Otra representación de la chilenidad que me parece vomitiva es la ceremonia de la chicha en cacho en los preliminares de la Parada Militar. Huasos de gala surgen montados en la elipse del Parque O’Higgins, mientras aguardan las tropas formadas y el público mira expectante. Uno de los jinetes le pasa al presidente de turno un cuerno de vacuno lleno de este brebaje abominable -vino mal hecho, jugo de uva apenas fermentado, mala copia del beaujolais francés- y se grita, cómo no, ¡Viva Chile! cuando la máxima autoridad del país empina el codo y traga un sorbo de la chicha contenida en tan antihigiénico y primitivo recipiente, aunque capaz que sea pura representación: el cacho está vacío, el personaje hace como que bebe, vaya uno a saber. Un cura, portador de una tradición harto más antigua y asentada, está obligado a tomarse un vinito cuando pone en escena La Última Cena (¡vaya redundancia!), pero en esta otra ceremonia el gesto es lo único que importa.
El punto es que esa costumbre sí que está extinta en Chile: no hay lugar en el campo criollo donde todavía haya campesinos que usen el cacho como vaso. Ya ni siquiera en las ferias de artesanía se ven cachos tallados o pulidos, porque probablemente les han encontrado un uso industrial más lucrativo. Mantener ese gesto como símbolo de la chilenidad es darle la razón a tipos delirantes como Alberto Cardemil, que en su libro sobre el huaso sostiene, tan campante, que la hacienda dio la forma a la nación y que las relaciones allí establecidas siguen reproduciéndose, porque ahí está nuestra matriz cultural e identitaria más profunda. Hay que tomar en cuenta que el apellido Cardemil es recurrente entre los campeones nacionales del rodeo, otra tradición bárbara consistente en que dos jinetes bien montados arrinconan y estrujan a un ternero contra tableros de madera en el borde de la medialuna. La Sociedad Protectora de Animales debería denunciarlos, pero, como el ternero es la materia prima de otra tradición criolla -a la que sí adhiero-, la del asado con ensaladas y vino tinto, pasan piola; aunque, por fortuna, cada vez más reducidos a un circuito incluso menos vistoso que la fantasmal Vuelta Ciclística a Chile. El huaso dieciochero se ve, cada año más, como un disfraz que aspira en vano a ser la representación de la ruralidad del país. ¡Bien!
Mucho más significativa sería la ceremonia si en lugar de los huasos montados surgiera en la elipse un grupo de garzones de origen mapuche portando sendas bandejas con copas de pisco sour, a las que tendría acceso todo el sector VIP de las graderías o, mejor aún, todos los invitados a la ceremonia. Presencia en la parada de los pueblos originarios; promoción de un producto que defiende su chilenidad con dientes y uñas ante las pretensiones peruanas de exclusividad en la denominación de origen; brindis colectivo y participativo, que entrega el ingrediente igualitario y ciudadano que promueve este gobierno; higiene garantizada; y pérdida de valor de la chicha como bebida típica, con lo que gana el buen gusto nacional. ¿Qué más patriótico, educativo e inclusivo que eso?

domingo, septiembre 03, 2006

¡Esto sí que es cueca, ciudadanos!

En tiempos ya remotos anduve patiperreando por los campos de rulo de la Cordillera de la Costa a la altura de Cobquecura y Buchupureo, al norte de la desembocadura del Itata. Eran lugares insólitamente aislados; en verano podían subir, a duras penas, los pocos 4x4 que existían; los medios de movilización habituales eran el caballo y la yunta de bueyes. La gente era acogedora, pero con esa malicia que brilla en los ojos y se desliza en preguntas aparentemente inocentes. El patiperreo sale a colación a propósito de la fiesta campesina a que asistí: era en una especie de galpón, con los hombres a un lado y las mujeres al otro, animada por un tocadiscos roñoso desde donde brotaban, interminablemente, corridos mexicanos. Un huaso cruzaba de repente el salón, invitaba a una huasa y emprendían una suerte de baile-trote que los llevaba de un lado a otro del salón, cruzándose y esquivando a otras parejas. ¿De cuecas? ¡Nada!

Siempre me cargó el espíritu dieciochero, el patrioterismo y la oda a la shilenidad que aflora cuando se acercan las Fiestas Patrias. Sólo fui a las fondas cuando se convirtieron en centros de reunión y festejo de la disidencia. En Grecia con Lo Plaza, por ejemplo, se instalaba el Elefante Rosado, donde el mayor éxito de la noche era la salsa que nombraba los países latinoamericanos y, con Nicaragua, el coro de bailarines aullaba “¡sin Somoooo-za!”; con Chile, “¡que se vaya Pino-shé!”, y así sucesivamente. Salíamos a dar una vuelta por otros locales, mucho más vacíos que el nuestro, y, sorpresa, la cueca brillaba por su ausencia. Mucha bandera, uno que otro personaje disfrazado de huaso, mucho viva Chile, pero, cuando en algún lugar rasgueaban las guitarras y el arpa, la gente aprovechaba para comer y tomar, mientras un par de parejas hacía florituras en la casi desierta pista. Con “La pollera colorá” y otros éxitos cuambiancheros, en cambio, la pista se llenaba. Ya sé que no estoy descubriendo la pólvora. Supongo que más gente de la que uno cree coincide en que la cueca sobrevive sólo gracias a la respiración artificial que le brinda el edicto, decreto o ley que la consagró como baile nacional. Yo me siento completamente ajeno al zapateo caracoleado del huaso de botas y faja al cinto y de la huasa de vestido floreado y campanudo, tanto como de la pascuense -mucho más grata de mirar, en todo caso- que mueve las caderas al ritmo del sau-sau. Cuando más se habla de las identidades locales y de la diversidad, más ridículo suena el “¡vueeeeelta!”. Y si a eso le agregamos al huaso bailando corridos y a todo Chile coreando “muchachita, muchachita, ponete el velo, vamos pa misa”, no queda más que emprender la cruzada por la destitución de la cueca y la declaración de la cumbia como baile nacional.