martes, octubre 31, 2006

El centro

Tras dos años de reclusión laboral en el pulcro barrio El Golf, volví a trabajar en el centro. Ya lo sé: es feo, el barrio cívico es de una grisura que sobrecoge, los paseos peatonales están convertidos en el Cuneta Mall, hay esmog, hay ruido, hay riesgo cierto de aspirar unas cuantas bocanadas de gas lacrimógeno en el momento menos pensado. ¡Pero me encanta! Ofrezco un par de razones.

En Moneda, casi al llegar a Bandera por la vereda norte, se instala una señora de moño blanco que antes vendía cigarrillos importados, además de anteojos, bolsos y distintas chucherías. Le compraba puchos regularmente. La ayudaba su hija, la Irma, que, cuando se acababa alguna marca, partía a buscar más a una caleta que tenían en la Iglesia de las Agustinas, a menos de una cuadra. Y ocurrió que yo estaba pensando en comprar un perro y, cuando fui a por cigarrillos, mi casera estaba con un tipo joven que vendía un siberiano precioso en 10 lucas. El Rayo duró una escasa semana en mi casa, que tenía el portón malo. Para aliviar la pena de mis niños, partí donde mi casera. Ahí me enteré de que quien me había vendido el siberiano era su sobrino y que su mamá vendía chucherías en la otra punta de la cuadra. La Irma me acompañó a hablar con ella y en el camino supe que todos los vendedores de la cuadra eran parientes o al menos vecinos. Me pareció notable: se cuidaban las cosas, avisaban de la presencia de carabineros (tolerantes con ellos, menos en el tema de los puchos), se pasaban datos. Probablemente viajaban juntos en la misma micro a la misma cuadra y se instalaban como si se tratara de una reunión familiar en su barrio. Así llegó a mi casa el Panchito, un chow chow de pelo color crema cuya tormentosa historia puede que cuente algún día.

En la mitad de esa cuadra, en la vereda sur, está el Tabac, café en la primera mitad y restaurante en el fondo. Ese fondo es recargadamente kitsh. Pantallas naranjas, manteles al tono, durísimas servilletas de género que se elevan en dos puntas desde las copas, señoritas rigurosamente vestidas de negro que atienden las mesas. El conjunto tiene ese algo indefinible que convierte a determinados lugares en monumentos a la siutiquería. El Tabac tenía mala fama. Cuando llegué a esa vecindad en 1991, se decía que había sido un lugar de reunión social de los agentes de la Dina y la CNI. El café era atendido por unas señoritas gorditas con minifaldas muy mal avenidas con su contextura, lo que acentuaba la mala espina. Pero pocos años después la sensibilidad cambió. Las señoritas del café enflaquecieron y dejaron las minifaldas. El lugar ganó honorabilidad y estrenó unos menús atractivos para el día viernes de las distintas burocracias que coexisten en el centro. Hoy no es pecado ni venial ir a tomar café o a almorzar en el Tabac. En el café de la pausa de media mañana conocí a la Jocelyn, una chica que se farreó la enseñanza media y que después, a puro ñeque, llegó a ser profesora de inglés. Ahora va a tener su primer hijo y voy a ir a verla a Colina con mis niños.

Esas historias -mínimas, triviales si se quiere- no se dan en barrios pulcros, antisépticos, proclives a la ensalada y el champiñón crudo, como El Golf. Por eso me gusta el centro, porque tiene vida, tiene gente, tiene historia.

lunes, octubre 23, 2006

Ahora en Shile se folla

Ocurrió que de repente, en el lenguaje escrito de narradores jóvenes, asomó el término follar. Mi primera reacción fue pensar que se trataba de una apuesta por la posible proyección internacional de los relatos, por muy improbable que fuera. El mismo proceso que lleva a decirle culo al tan criollo poto. Pero el fenómeno comenzó a repetirse en otros contextos -siempre escritos-, donde aquella tesis resultaba delirante. Acudí a una de mis informantes en materias léxicas, mi asistente de producción hogareña (joven, estrato D o E, no sé bien dónde califica), quien me indicó que follar es un término no sólo aceptado, sino bienvenido en el lenguaje popular. Su explicación es que reemplaza felizmente a las otras palabras “tan feas” del castellano de Chile, en obvia referencia al rudo culear. Así que ahora las chilenas y chilenos follan, no culean ni hacen el amor, expresión de una siutiquería tan rotunda que está muy bien circunscribirla a la literatura rosa de Corín Tellado, Marcela Serrano y siga el lector enumerando.

Ya me había enterado de otro curioso desplazamiento. Antes -pero no mucho antes- tirar era follar o culear. Ahora, tirar es lo que -bastante antes- se denominaba atracar e incluso menos que eso: un beso en una fiesta y un par de abrazos circunscritos al torso ya es, ahora, tirar. También, vía la referida informante, me enteré de la gran difusión de la tipología del Rumpi, corregida por el uso. Así, tirar vendría a ser como grado 1.5; atracar, grado dos (que es lo que se usa, según ella); follar, grado tres, pero con el uso preferencial del primer término; y culear se encontraría, de este modo, con su sentido primigenio, es decir, el grado cuatro del Rumpi, que, para no caer en la mera descripción anatómica, describiré mediante una certera metáfora encontrada en escritores peruanos y chilenos (y también usada por el Rumpi): el camino de tierra.

Lo que me lleva a recordar el Libro de Manuel, de Julio Cortázar, donde la transgresión política iba de la mano de la transgresión sexual: el camino de tierra era el último paso para que el protagonista asumiera su ruptura con el orden establecido y se sumara a la contestación revolucionaria (la paciente, por decirlo de alguna manera, simplemente sufre las consecuencias, indicador inequívoco del machismo latinoamericano que el autor repudia y exhibe a la vez). La novela es claramente menor en el universo cortazariano: repite temas, motivos y estructuras, pero, desde el punto de vista del léxico, es fundamental. Mediante ella me enteré de otra gran curiosidad de lo shileno. Cito a Cortázar:

“Yo creo que la picha gallega y la pinga cubana están muy bien, o el pico chileno, que dicho sea de paso es un raro caso de masculinización porque todas las variantes argentinas o latinoamericanas son siempre femeninas, llamale pinchila o poronga o como quieras. Ahora fijate que si en algo tengo razón es que usar esas palabras, quiero decir besarte la concha y no la vagina, le entra a patadas a ese otro reverso, el del Vip digamos, porque también hay hormigas en el lenguaje, polaquita, no basta con bajarle la cresta a los Vip si vamos a seguir prisioneros del sistema, por ahí en novelas uruguayas, peruanas o bonaerenses muy revolucionarias de tema para afuera leés por ejemplo que una muchacha tenía una vulva velluda, como si esa palabra pudiera pronunciarse o hasta pensarse sin aceptar al mismo tiempo el sistema por el lado de adentro”

Lo que me lleva a recordar la magistral tesis de doctorado de Juana Puga sobre la atenuación en el habla chilena. Eso da para muchos posts.

martes, octubre 10, 2006

Espesor

Es la palabra de moda, casi siempre utilizada en forma negativa: a tal obra o género le “falta espesor”. Es decir, supongo, cuerpo, volumen, calibre, peso, aunque ningún sinónimo parece agotar lo que se ha dado en denominar con la palabreja, que viene a ser algo así como el mínimo existencial que le otorga verdadera entidad a una obra dada. Complicado el espesor. Espeso. Se levanta como muletilla y metáfora a la vez, de esas que todos parecen entender, tanto quien la escribe como quienes la leen, pero, en realidad, nadie sabe muy bien de qué se está hablando.

Sobre todo si uno opone el espesor a su antónimo, la fluidez. Si le falta espesor, le sobra fluidez; ¿pero no es esa una de las virtudes que se le exigen a una obra literaria o cinematográfica o musical, que fluya bien? A mí me quedaría muy claro el concepto si alguien dice que la novela de Perico de los Palothes “carece de un mínimo aceptable de fluidez”. Yo pensaría que se dice que la lectura avanza a trancas y barrancas, a bandazos, a tropiezos; que el relato no se arma, que el lector se ve obligado a volver la vista atrás a cada momento, que las páginas de ese libro se hacen interminables. ¿Pero qué podría pensar si se dice que “carece de un mínimo aceptable de espesor”? Francamente, no lo sé. En general, no simpatizo con lo espeso. Me cae gordo. Me gusta el consomé, pero no esas sopas donde la cuchara queda parada. La espesura selvática me parece atractiva, pero no sé si para internarme en ella, en el caso de que efectivamente hubiera una selva ahí afuera. Un tipo espeso es pesado, creo yo, alguien a quien resulta difícil sobrellevar en el diálogo cotidiano. El prototipo del autor espeso, para mí, es alguien que dice con muchas palabras lo que puede decir en pocas, pero tengo que reconocer que no es de ese espesor del que se habla, sino de algo así como complejidad, estructura, vaya uno a saber, en realidad; algo virtuoso, en todo caso, un espesor… ¿en significados? ¿En riqueza simbólica? Tan espeso es el tema que no se me ocurren más preguntas.

Y mientras no se sepa la respuesta, es, de todos modos, un cliché que suena bien, una frase denigratoria que sale gratis, un alfiler para clavar un bicho en la sección “falta de espesor” del insectario. No sé si ahí abundarán los bichos flacos, los de dos dimensiones, los fluidos gaseosos. Tal vez por ahí va la cosa: el espeso es el que tiene bien definidos sus contornos, el “que carece de espesor” es el que se desvanece en el aire. Había una profecía en ese sentido, ¿no?