Cumpleaños con guitarra
Eran los días/de un lindo arcoiris, cantaba Nicola di Bari. Sonaba en las radios. Uno se ponía casi melancólico recordando un pasado tan breve y tan marcado por la sensación opuesta, que la olla al final del arcoiris era la caja de Pandora desde donde emergían los cieguitos, esos personajes de anteojos oscuros y amplios autos que inmortalizaron en vena irónica Los Twist, con su carga de interrogatorios, cárceles secretas, torturas, desapariciones y muerte. Y ahora que lo escribo, capaz que haya existido una remota conexión del tema con el Informe sobre ciegos de Sábato, lo más memorable que escribió y que pesa, oscuro, en la cabeza de quienes alguna vez lo leyeron.
Igual había enfemérides. Esas tan personales, la vuelta de hoja del calendario, la cifra personal de la torta, los abrazos y los regalos. El protocolo no era rígido, bastaba con conocer a la cumpleañera o al cumpleañero -o, si se quiere, a la compañera o al compañero-, pero la cosa no era tan simple, porque del protocolo dependía la integridad física de los asistentes. No es el momento para detallar las etapas: basta saber que la confianza es un bien escaso, en general, y cuanto más aún si de ella dependes tú y todos los otros. Así, éramos caras conocidas. Más de tres personas, por lo bajo, garantizaban tu pertenencia, en un proceso dolorosamente implícito que significó también injusticias y marginaciones debidas a rumores perversos.
Una vez reunido el colectivo con caras conocidas o garantizadas, cantábamos, animados por el vino con naranjas o el vino a secas; no había en ese entonces muchas otras alternativas. Alguien tomaba la guitarra. Solíamos partir por las zambas argentinas del repertorio de Los Chalchaleros -la Zamba de la esperanza, el Sapo cancionero- para probar las gargantas y el poder convocador de la guitarra (buscando en la web di con este video de Los Chalchas cantando Luna tucumana con Fito Páez). Luego, canciones aparentemente inocuas, como Volver a los 17 y Gracias a la vida, de la Violeta (gracias, Marisol García) o El niño Luchín y Te recuerdo, Amanda, de Víctor jara. Mataba quien supiera entonar la zamba Valderrama. Después, en fin, nos tomaba el entusiasmo, la camaradería, la sensación de formar parte de una mayoría que se escondía en la minoría minúscula de quienes estábamos ahí, cantando como la cigarra en una eterna mañana soleada como si el tiempo no hubiera pasado, como si el presente pudiera borrarse con un vigoroso Venceremos o un enérgico El pueblo unido jamás será vencido, afirmaciones negadas por la porfiada realidad. Ese era el momento del llamado a la calma. Calma, calma. Volvamos al susurro. O gritemos a Los Chalchaleros. Y si nos exigen mucho, a Los Quincheros. Comportémonos. Comamos torta. Tomemos nescafé.
Pero el entusiasmo, o esa esquiva cifra de la identidad que asomaba entonces con toda su potencia, era más fuerte, y caíamos rápidamente en las canciones más combativas del pasado. Me gusta reconocerlo: perdíamos la cabeza y la prudencia, nos salíamos de la fila y nos desgañitábamos cantando No nos moverán.
Ahora, a la distancia, no quiero preguntarme dónde está esa épica.